LXIII – El niño con gafas y un balón

Cada día, casi todos los días, más o menos a la misma hora, cruza el puente con paso rápido, casi corriendo como si llegara tarde a casa, un niño con gafas y un balón. A veces lo lleva en sus brazos, otras va dándole patadas.

Él no se fija en mí, pero yo sonrío porque recuerdo cuando tenía su edad y jugaba con estos en el parque. Por aquel entonces ni siquiera era un parque… tan solo un pedazo de campo en medio de la ciudad.

Me gustaría verle dentro de 20 años. El niño con gafas será un adulto con responsabilidades. En vez de un balón llevará en sus manos un maletín, un volante o vete tú a saber. Las razones serán otras, pero seguro que alguien lo ve todos los días, más o menos a la misma hora, cruzando un puente con el paso acelerado, con prisa, como si llegara tarde a algún sitio.

 

LXII – Azul

Los almendros dejaban caer sus últimos pétalos y yo adivinaba que aquella primavera también me desprendería de parte de mi carga.

Cuando entró en aquel restaurante de comida rápida, solo me fijé en su pelo azul y el gesto desganado. Nunca he comprendido a las personas que reivindican su personalidad vistiendo ropas estrafalarias, llenando su cuerpo de tatuajes o como aquella mujer, pintando su pelo de un color llamativo.

El azar quiso que el camarero la sentara junto a su acompañante en una mesa frente a la mía. Cruzamos la mirada 3 o 4 veces mientras comíamos, simplemente estábamos el uno frente al otro. La observé con curiosidad, impune, mientras mi compañera estaba encerrada en su móvil.

Así descubrí la belleza de su rostro. No era algo obvio, pero sí indiscutible. El pelo azul no era una estrategia para llamar la atención, sino para pasar desapercibida, supuse. Si hubiera entrado al restaurante morena, rubia o con el pelo de color rojo, habría atraído todas las miradas, tanto de los hombres como de las mujeres que allí estábamos.

Descubrí su secreto. Aquellos rasgos delicados pero imborrables, los pómulos definidos, desafiantes, unos ojos suaves, claros, profundos… y sobre todo intuí aquella sonrisa que no se mostró, pero que yo sabía que anularía cualquier voluntad.

Se marchó sin volver a mirarme. Supe que no la vería de nuevo, que jamás tendría a mi alcance una mujer parecida. No me entristecí, una mujer así merece a su lado a alguien excepcional, y, para qué engañarnos, yo no lo soy.

Esa misma tarde dije adiós a quien hacía más caso a una pantalla que a su comida.

 

LXI – El mismo

Tal vez no lo recuerdas, pero ya lo dije. O bueno, tal vez no lo dije, pero lo pensé. ¿Eso no vale? ¿Pensar una cosa aunque no lo digas en voz alta? Al fin y al cabo pensar es hablar con uno mismo.

Te irás y yo seguiré siendo el mismo. Tal vez me encuentres un día, años después, y veas en mí trazos de lo que querías que hubiera sido. Te quedará la duda de si lo hice para molestarte o si fue un pequeño éxito tuyo. En el fondo dará lo mismo.

No se talla un diamante tan solo con la ayuda del tiempo.

 

LX – Ojos tristes

Ojos tristes, decía la canción y yo me acordé de ella. Incluso cuando reía sus ojos decían melancolía, y al poco tiempo de quererla deseé no haberlo hecho.

Tal vez conozcas a alguien cuyos ojos no son tristes, pero lo es su voz, su modo de caminar, sus gestos… Les abrimos el corazón porque confundimos su pena con la necesidad de afecto.

La tristeza te abraza, te arropa y te retiene junto a ella hasta que no puedes alejarte más de unos pocos pasos de su sombra sin sentirte perdido.

Volví a verla años después, caminaba junto a su pareja empujando un carrito de bebé. Me miró y me saludó con un gesto de la cabeza que decía —¿Ves? No soy como tú pensabas, soy feliz, tengo todo lo que necesito para serlo —

Sus ojos, sin embargo, me dijeron que la tristeza la esperaba en casa.

Sad eyes never lie

 

LIX – Inmortalidad

Alma cansada, vida marchita que ya nada esconde a los ojos del mundo. Falta tiempo y el tiempo no es algo que se obtenga con facilidad. Tan solo al nacer y en algunas contadas ocasiones que ahora no vienen al caso.

Así que te falta tiempo y te sobra tristeza y miseria. Pobre de ti, pobres de nosotros. Consumimos nuestros mejores años atesorando recuerdos que más tarde no sirven de consuelo. Perdimos la oportunidad, las oportunidades de ser inmortales en los ojos de otros, en los genes de otros.

El final será como ir a dormir por última vez, el premio a un día pleno, a una vida vacía. Es caprichoso que ciertas circunstancias justifiquen algo y a la vez su contrario. Cierra los ojos y descansa, hijo que fuiste de alguien que en ti también muere. Decepción si pudiera verte ahora, vergüenza tal vez. Pero en el fondo culpa.

La inmortalidad se encuentra en cada uno de nosotros, pero hay que saber encontrarla.

Una sonrisa como gesto de triunfo (no hay quien la vea). Para otros queda el peso de la historia, la responsabilidad compartida de lo que llegue a ser o no ser.

 

LVIII – Solo una taza de té

En el gaiwan infusionaba un pellizco de hojitas del delicado shen. Apenas un minuto en agua filtrada a 90ºC y de ahí a una vieja taza de color blanco níveo. El shen o raw pu-erh provenía de uno de los jardines de té más antiguos de la provincia de Yunnan y lo había conseguido en una pequeña tienda en su último viaje de trabajo a China.

Después de la sencilla ceremonia de preparación, Anna se sentó en el suelo, en silencio, con las piernas entrelazadas, y comenzó a concentrarse poco a poco en su respiración. Su mirada se perdía en el denso licor de color marrón rojizo que la esperaba humeante.

 

LVII – Tinta

La tinta del bolígrafo se marchitaba, pero tú sabías que volvería la primavera, y con ella, la página bocabajo cobraría sentido junto a las palabras en ella escritas.

Fue solo una burbuja, un atraganto, un mal momento que pasó, para uy, qué bien y olvidar de manera inmediata.

Olvidar es dejar de existir, como le sucederá a esta página.

 

LVI – Frío

Era un día cualquiera de invierno, de esos en los que hay que tener una buena razón para estar en la calle. El tibio consuelo de los rayos de sol se había desvanecido apenas unos minutos antes.

Apreté el paso. No era consciente del universo a mi alrededor, tan solo de los coches al cruzar una calle principal y del viento frío que castigaba mis mejillas y mi nariz.

Cuando llegué a su casa tuve que quitarme un guante para llamar al timbre del portal. Una voz de mujer contestó y respondí con un simple -Soy yo-. Entré y una bocanada de olor a verdura cocida me abofeteó. Al menos, dentro, la temperatura no era tan baja.

En el 3ºA me esperaba una puerta abierta (entornada más bien) y pasé sin llamar. Hacía calor y me quité el abrigo. Crucé el pasillo para llegar al salón, donde ella me esperaba. Miraba una copa de vino tinto mientras le daba vueltas -Este vino tiene una lágrima preciosa- dijo, y añadió sin levantar la mirada -Sírvete una copa-.

Obedecí, por última vez.

Lo que a continuación sucedió no voy a transcribirlo, porque fue lo mismo de siempre. Cuando las palabras se utilizan como armas, causan heridas tan profundas que ni siquiera otras palabras pueden curarlas.

Desde aquel día, el frío me recuerda aquella tarde. Odio el dolor sutil pero profundo que me causa. Aborrezco sobre todo, el silencio que lo llena todo cuando nieva. Ella se marchó y mi corazón anhela el calor.

 

LV – Tiempo despacio

Todo comenzó a principios del año 2027. En febrero apareció, en los medios de comunicación, un informe científico que indicaba que el tiempo transcurría cada vez más despacio.

Mediante complicados cálculos matemáticos, los estudiosos de los mecanismos que gobiernan la materia y la energía, los físicos teóricos, intentaban dar una explicación al suceso sin ser capaces. Al principio, la ralentización del tiempo era apenas perceptible, pero el fenómeno fue dejándose sentir sobre las personas, los animales y las plantas.

Pasaron 5 años y la vida en las ciudades era agradable, satisfactoria. La palabra estrés desapareció del vocabulario colectivo. Nadie llegaba tarde y disfrutábamos de nuestro tiempo libre.

Tras otros dos años en los que el tiempo avanzaba cada vez más despacio la felicidad se esfumó. La gente se aburría. Aumentaron las depresiones y los suicidios. 

Hoy, 24 de junio de 2035, el tiempo se ha parado, o al menos transcurre tan despacio que no tenemos percepción alguna de su paso. No envejezco. Exhausto escribo estas, mis últimas palabras que tal vez nunca lea nadie. Tal vez todo sea un engaño de mi cabeza. Tal vez estoy loco.

Me despido porque carezco de todo lo que me hacía sentirme humano. Digo adiós a este infierno en vida, este hoy infinito. La esencia del hombre es la esperanza del mañana, y yo la he perdido.

PD: parece que el proceso continúa y como algunos anunciaron, ahora el tiempo transcurre hacia atrás…  los científicos hablan de una paradoja imposible, y nadie sabe decirnos cómo afectará a nuestras vidas. He recuperado la esperanza, y aguardo pacientemente mi destino, soñando con dar de nuevo mi primer beso.

 

LIV – Dejar de pensar

Decidí dejar de pensar en cómo salvar el mundo.

Dejar de pensar, y volver a escribir.