Los almendros dejaban caer sus últimos pétalos y yo adivinaba que aquella primavera también me desprendería de parte de mi carga.
Cuando entró en aquel restaurante de comida rápida, solo me fijé en su pelo azul y el gesto desganado. Nunca he comprendido a las personas que reivindican su personalidad vistiendo ropas estrafalarias, llenando su cuerpo de tatuajes o como aquella mujer, pintando su pelo de un color llamativo.
El azar quiso que el camarero la sentara junto a su acompañante en una mesa frente a la mía. Cruzamos la mirada 3 o 4 veces mientras comíamos, simplemente estábamos el uno frente al otro. La observé con curiosidad, impune, mientras mi compañera estaba encerrada en su móvil.
Así descubrí la belleza de su rostro. No era algo obvio, pero sí indiscutible. El pelo azul no era una estrategia para llamar la atención, sino para pasar desapercibida, supuse. Si hubiera entrado al restaurante morena, rubia o con el pelo de color rojo, habría atraído todas las miradas, tanto de los hombres como de las mujeres que allí estábamos.
Descubrí su secreto. Aquellos rasgos delicados pero imborrables, los pómulos definidos, desafiantes, unos ojos suaves, claros, profundos… y sobre todo intuí aquella sonrisa que no se mostró, pero que yo sabía que anularía cualquier voluntad.
Se marchó sin volver a mirarme. Supe que no la vería de nuevo, que jamás tendría a mi alcance una mujer parecida. No me entristecí, una mujer así merece a su lado a alguien excepcional, y, para qué engañarnos, yo no lo soy.
Esa misma tarde dije adiós a quien hacía más caso a una pantalla que a su comida.