Era un día cualquiera de invierno, de esos en los que hay que tener una buena razón para estar en la calle. El tibio consuelo de los rayos de sol se había desvanecido apenas unos minutos antes.
Apreté el paso. No era consciente del universo a mi alrededor, tan solo de los coches al cruzar una calle principal y del viento frío que castigaba mis mejillas y mi nariz.
Cuando llegué a su casa tuve que quitarme un guante para llamar al timbre del portal. Una voz de mujer contestó y respondí con un simple -Soy yo-. Entré y una bocanada de olor a verdura cocida me abofeteó. Al menos, dentro, la temperatura no era tan baja.
En el 3ºA me esperaba una puerta abierta (entornada más bien) y pasé sin llamar. Hacía calor y me quité el abrigo. Crucé el pasillo para llegar al salón, donde ella me esperaba. Miraba una copa de vino tinto mientras le daba vueltas -Este vino tiene una lágrima preciosa- dijo, y añadió sin levantar la mirada -Sírvete una copa-.
Obedecí, por última vez.
Lo que a continuación sucedió no voy a transcribirlo, porque fue lo mismo de siempre. Cuando las palabras se utilizan como armas, causan heridas tan profundas que ni siquiera otras palabras pueden curarlas.
Desde aquel día, el frío me recuerda aquella tarde. Odio el dolor sutil pero profundo que me causa. Aborrezco sobre todo, el silencio que lo llena todo cuando nieva. Ella se marchó y mi corazón anhela el calor.