María era joven, pero no mucho. Lo suficiente para carecer de la experiencia que le hubiera permitido cambiar el curso de su historia; esa luz que te dice que abandones el camino que has comenzado a recorrer, que te sugiere que ni el destino ni el viaje merecen la pena.
Fue feliz cuando nació su primera hija. Casi del todo. Abrazaba esa mentalidad tan castellana de temer por el infortunio en tiempos de alegría. Así fue que una discusión con su hermana por un tema sin importancia (¿quién lo recuerda ahora?) se convirtió en excusa para su dolor y en carga perenne para su alma. El tiempo, en vez de ir desgastando el motivo de la riña, lo convirtió en pensamiento recurrente, una lupa con la que escrutar todo lo que la hermana hacía y encontrar siempre razones para quererla menos.
Al observarla con el nivel suficiente de detalle cualquier persona puede parecer un ser despreciable. Solo cuando miramos la imagen completa y nuestro corazón está dispuesto a la indulgencia podemos rodearnos de amigos y amar.
Pasaron 4 años y dos hijas más, y a pesar de vivir en una casa llena de risas, María se fue volviendo cada vez más desconfiada y amargada. El odio había anidado dentro de ella y ya no era solo la hermana por quien sentía aversión. Se sumaban a esta lista viejos amigos, compañeros de trabajo, familiares e incluso desconocidos. Solo quedaban fuera de su desprecio las hijas y su padre, a quien a pesar de todo no perdonaba que no hubiera tomado partido por ella frente a su hermana.
Una antigua leyenda de los indios americanos, cuenta que un guerrero lloraba la muerte de su amada a manos de una terrible enfermedad. Ante la impotencia de no tener un enemigo de quien vengarse lanzó con todas sus fuerzas una flecha contra el cielo azul y la flecha lo perforó. El pequeño agujero fue haciéndose grande y con él llegó la oscuridad que originó la primera noche.
La rabia crece y se convierte en odio. El odio crece y se convierte en oscuridad. Así fue como María se convirtió en un ser amargado y oscuro. Cuando murió su padre ya no le quedaba nadie con quien compartir su dolor. No hay nada peor que la soledad cuando no la buscas.
El odio es un animal insaciable. Cuando no tiene a quien atacar se vuelve contra sí mismo y se devora.
María era mayor, pero no mucho. Lo suficiente para no saber cambiar.