XV – La flor del camino

Le dicen loca, pero ella sabe más de la vida que cualquiera de nosotros y nuestro mundo de sentimientos reprimidos.

Se enamora cada día, todos los días, del inmenso cielo azul, de esa flor colorada que asoma en un balcón de forja, de su vecino del piso de arriba, el que todas las mañanas pasa a su lado tarareando una canción en inglés y le dice «Buenos días Laura»…

Nunca se enfada y nadie la ha visto llorar, aunque algunas noches piensa en Sara y Manuel, los padres que ya se fueron, se pone un poco triste y se le escapa alguna lagrimita. Abraza la almohada, se duerme y sueña con ellos, sueños felices en los que su madre le cuenta cuentos de animales que hablan y cantan, como las personas.

Ha leído ya cinco veces todos los libros que tiene en casa, y su favorito es Platero y Yo.

«Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles —los toros, las cabras, los potros, los hombres—, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado sólo, sin contaminarse de impureza alguna.»*

No entiende todo lo que lee, pero cada vez que se sumerge en las aventuras de Salgari, o en los paisajes de Delibes, ella está allí presente, respira la brisa de los mares del Caribe, la jara y el tomillo del monte castellano y siente el cálido sol sobre su piel blanca.

Le dicen loca, pero la mirada de Laura sabe ver dentro de los hombres, llega hasta su última esencia, mezcla desigual de pureza y basura.

Ella no juzga. Sabe que cada hombre es como un libro, con una historia diferente, aunque todos tengan el mismo final, incluso el vecino de arriba.

Por eso, ella le sonríe, pero nunca le dirá que le ama.

* (Platero y Yo, Juan Ramón Jiménez – Capítulo L, La flor del camino.)

 

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