LII – Inocencio

Lloro cuando recuerdo su mano en mi cara. Entonces reía. Era ciego y mayor pero reconocía mi voz aunque lo visitaba apenas un par de veces al año. Recuerdo su rostro, arrugado y pálido. Recuerdo su maquinilla eléctrica de afeitar y los paquetes de tabaco de color naranja. Con el paso de los años dejó de reconocerme, se fue apagando y murió. Recuerdo que mi tía llamó por teléfono y lloré.—No llores —me dijo— era ya muy mayor —. No fui capaz de responder. 

Llorar nos hace grandes. Hace que no olvidemos lo que somos. 

Recuerdo el pequeño transistor, siempre junto a su oreja. Ojalá lo tuviera. Lo guardaría como un tesoro. A veces guardamos cosas porque nos recuerdan a las personas. Sirven para recuperar imágenes y sonidos del pasado. Pero son solo cosas. Su cachaba de madera. Su boina negra.

Cuando murió, su habitación sin ventana volvió a formar parte de la vida de la casa. Yo era pequeño, pero cuando me preguntaron si quería dormir allí no tuve miedo. Se convirtió en uno de mis lugares favoritos del mundo. Lejos de todo, menos de mi. En aquella habitación oscura soñé como nunca he vuelto a soñar. Descansé hasta que el mundo entero parecía asequible. Recuerdo el sonido del motor del frigorífico que estaba fuera, en el pasillo.

Los libros en los que aprendemos las lecciones importantes de la vida no suelen tener muchas páginas. A los ojos de los demás suelen pasar desapercibidos.

Llorar nos hace pequeños. Quita la carga que llevamos sobre los hombros.

Puedo hablar poco más de él. Ya he dicho casi todo lo que recuerdo. Apenas nada. Pero si pudiera abrir mi corazón, volcar mis sentimientos… no podría dejar de escribir. Soy por él.

Recuerdo una piedra. Era una piedra blanca con forma de cubo imperfecto, del tamaño de un balón, desgastada por el uso. Tal vez él la usaba para sentarse, no lo recuerdo, pero era su piedra. Igual que su traje negro y su camisa blanca, eran lo que él era.

Recuerdo tu mano en mi cara y tu voz.

 

dilectia